Fariseísmos aparte, debemos convenir y admitir de forma clara e indubitable que el fútbol profesional actual es más un negocio que un deporte. Incluso en su vertiente femenina, tal como se ha venido promocionando de un tiempo a esta parte. Aquí no son de aplicación las románticas y normas del famoso Barón de Coubertin, cuyos loables predicamentos ya ni siquiera valen para los Juegos Olímpicos. Desde que los Clubes se convirtieron, de forma oficial y obligatoria, en Sociedades Anónimas (aunque se les añada la D, de Deportivas), abrazaron sin tapujos posibles los principios fundamentales del comercio y el negocio, que son la base de dichas Sociedades. Y como tales empresas, los clubes balompédicos modernos tienen que reorientar su política económica, laboral y deportiva. Si los dirigentes deben ser cada vez más y mejor profesionales, otro tanto cabe decir de sus empleados en general. Y entre sus empleados más importantes están los jugadores, ya que de ellos dependen fundamentalmente los posibles beneficios o quebrantos. Sin buenos resultados deportivos, no hay resultados económicos positivos, por muy buenos que sean los gestores del Club. Por eso, esos empleados-jugadores deben ser gestionados directamente por los dirigentes de la Empresa-Club, que debe contar con un responsable cualificado para ficharlos o traspasarlos. El entrenador (su nombre ya indica su función) tiene que ser capaz de sacar el máximo rendimiento al conjunto de jugadores que el Club pone bajo sus órdenes. Es así como funcionan todas las empresas, y sé de lo que hablo ya que durante muchos años fui Director de varias Sucursales del BBVA, y cuando cambiaba de una para otra tenía que “cargar” con los empleados que había. Por eso, comprendo las posturas de Anquela, Zidane y algunos otros. ¡País!. (Foto: Lajos Spiegel)

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