Elegir al mejor “diez” de la historia contemporánea de la selección albiceleste es algo parecido a discernir quién ha sido el mejor futbolista del mundo. Maradona y Messi son argumentos tan rotundos que eclipsan al resto de jugadores pero muy cerca de ellos estaría el Juan Román Riquelme, el representante más genuino del medio volante argentino que acaba de  colgar las botas en el club que le vio nacer.

La carrera deportiva de Riquelme tiene una trayectoria casi simétrica en donde coinciden sus equipos de inicio con los de su retorno. Se formó en Argentinos Junior aunque muy pronto cambió de camiseta para debutar a los 18 años con Boca Juniors. Saltó a Europa para jugar en el Barcelona donde tuvo poca fortuna y poco tiempo después desplegó su calidad defendiendo los colores del Villarreal. Cuando terminó su ciclo español volvió a Buenos Aires para desandar el camino; vuelta a Boca y retirada a los 36 años con los “bichos” de Argentinos, el club de sus orígenes. En su adiós descartó buenas ofertas que llegaron de la MSL donde Beckham lo quería para liderar su proyecto en Miami Galaxy.

Debutó con Bilardo en Boca Juniors y enseguida maravilló a la grada. A mediados de los noventa, el equipo bonaerense sufría la marcha de su espina dorsal. Maradona, Verón y Kily González cambiaron de equipo y continente. Los nuevos fichajes no terminaban de cuajar y el técnico apostó por un joven Riquelme que se había formado en la cantera. En esa olla a presión que es la Bombonera se presentó Román demostrando desde el primer momento su personalidad. Ante una afición acostumbrada a profundizar en los defectos y magnificar las virtudes de los futbolistas, demostró que su inteligencia en el terreno de juego no estaba al servicio de otro. Nunca vivió del derroche físico porque tenía la creatividad y la visión de juego de un líder hasta convertirse en un ídolo de la afición del barrio de la Boca.

El año 2000, antes de volar a Europa, levantó la Copa Intercontinental frente al Real Madrid. En aquella final había maravillado el tándem que formaban Román y Martín Palermo, dos jugadores opuestos dentro y fuera de la cancha. El delantero era la fuerza y gol mientras que el volante ponía la magia y el talento.

Sus grandes actuaciones en Argentina lo convirtieron en objeto de deseo de media Europa. Finalmente recaló en el Barça que por entonces dirigía Louis Van Gaal. El holandés no se anduvo por las ramas y el mismo día de su llegada le dejó claro que su fichaje había sido una decisión del presidente y que no contaba con él. En las escasas ocasiones que el técnico lo alineaba de titular lo colocaba fuera de su posición natural.

El cambio en la presidencia culé con la llegada de Laporta trajo al banquillo a Rijkard y a una estrella emergente: Ronaldinho. El exceso de jugadores extranjeros obligó a desprenderse del 10 argentino que terminó a las órdenes de Pellegrini en el Villarreal. Allí tuvo en Forlán a un aliado de lujo y juntos llevaron al equipo a la semifinal de la Copa de Europa contra el Arsenal. Una eliminatoria que se decidió por “un penal no cobrado en el minuto 88”, como dirían los porteños.

En el regreso a su país tuvo la oportunidad de despedirse gradualmente; primero de su equipo del alma, el Boca, y el año pasado del de su infancia, el Argentinos, al que ayudó decisivamente a ascender a la división de honor. Un lujo de jugador que se estila poco en estos tiempos convulsos.

Artículo by @pgarcia_ramos en DXT Campeón el jueves día 19 de marzo de 2015.

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