Inicié la sexta jornada de mi viaje con una visita al poblado afro-caribeño de Livingston, al que sus habitantes llaman «La Buga». Para lo cual me levanté a las 6 de la mañana. Recorrí sus estrechas y empinadas calles y callejuelas, y comprobé la armoniosa convivencia de muy diferentes etnias: los Q’eqchi, descendientes de los Mayas; los Garifunas, de la Isla de Roatán (Honduras); los Hindúes llegados de la India a través de Belice; y los Ñadinos, que engloban a grupos sociales de muy diferentes culturas y orígenes.
Tras finalizar tan interesante recorrido, me encaminé al embarcadero privado del Hotel Villa Caribe y embarqué en  una pequeña lancha llamada «Judith» con la que recorrimos los 32 kilómetros que hay hasta Puerto Fronteras.


Al entrar en el río vimos varios grupos grandes de pelicanos, posados en las embarcaciones y otros listos ya para engullir peces. Y a lo largo de buena parte de la travesía encontramos muchas pequeñas lanchas de pescadores, pues abunda la pesca.
El viaje resultó inolvidable, ya que el río discurre por lugares idílicos, de feraz vegetación y con grandes residencias privadas en varios de sus tramos.
La travesía resultó muy plácida, solamente alterada por el oleaje de las embarcaciones con las que nos cruzamos. La  vegetación se introduce en las aguas, caudalosas y de fuertes corrientes. El río tiene grandes meandros y su curso transcurre por el cañón que forma la Sierra de Sants Cruz, con acantilados de piedra blanca. Por aquí y por allá hay diseminadas pequeñas aldeas de pescadores, a las que en  la mayoría de los casos solamente se puede acceder por el río.
Al rebasar la «Montaña de la vaca» llegamos a una zona más ancha, y desviándonos a la derecha nos introdujimos en el «Río Tatín», que recibe ese nombre del último pirata, que fue matado en ese lugar. Tras recorrerlo un trecho, volvimos al Río Dulce. A la izquierda divisamos el Cerro San Gil, llamado así en honor a Gil González de Ávila que descubrió la zona en 1.524.
En nuestro camino vimos un jacuzzi natural de aguas termales, que fluyen a 40 grados de las rocas de la montaña. Y en un enorme y tranquilo recodo gran castidad de nenúfares en flor, y algunos vendedores de artesanías que se acercaron a bordo de sus lanchas para ofrecernos su mercancía.
Tras doblar un islote de manglares, llegamos a un refugio de barcos de recreo, que se ponen al abrigo de los huracanes que suelen darse cada cinco años, y nos dirigimos a El Golfete, una gran laguna de 62 kilómetros, que atravesamos a «toda pastilla» para seguir ascendiendo por el curso del  Río Dulce.


A medida que avanzábamos abundaban los yates (algunos de gran porte), los veleros y las embarcaciones de recreo, y divisamos el moderno puente sobre el río, que es el más largo de América Central, de un solo ojo y con un kilómetro de largo.
Pero antes de llegar al puente nos desviamos a la base de «Yamaha» con el fin de solucionar unos problemas del motor de la «Judith», causados al parecer por los restos del aparejo de un pescador….
Solucionado el asunto, pasamos bajo el puente y nos asomamos al gigantesco Lago Izabal, que con 52 kilómetros de largo y 14 de ancho es el más grande de Guatemala, dejando a nuestra derecha el Castillo de San Felipe, construido en el año 1595 para impedir el paso a los piratas, protegidos por la Corona de Inglaterra.


Regresamos  y pusimos rumbo a Puerto Fronteras, donde desembarcamos y me despedí de mi excelente guía, Ciro Castillo, a quien sustituyó Fernando García que nos condujo por carretera hasta el Hotel Villa Maya, situado    en el Área de Petén, a 305 kilómetros. El cambio climático fue rotundo, con sol y rebasando los 30 grados.
La salida de Río Dulce fue algo complicada, debido al tráfico, a una feria regional callejera, y a los continuos «túmulos» (badenes artificiales) para obligar a deducir la velocidad.
A unos 50 kilómetros dejamos a la derecha la cordillera de las Montañas Mayas, y poco más tarde pasamos a sólo un par de kilómetros de la agreste frontera con Belice.
A mitad de camino a Petén nos pararon en una «Cuarentena» para comprobar que no llevábamos fruta, debido a una costosa plaga provocada por la «mosca del Mediterráneo».
Poco más adelante nos detuvimos a comer en el Hotel Ecológico Finca Ixobel, situado en Poptún-Petén, que incluso tiene viviendas y habitaciones en las copas de los árboles.
Al finalizar el almuerzo reanudamos la ruta que me llevaría al Hotel Villa Maya, ubicado en una extensa reserva natural privada,al borde de las lagunas Petenchel y Monifata, con aves, flores, árboles únicos…. e incluso cocodrilos. Bueno, y con los siempre molestos mosquitos y con tan poca luz en la habitación que tuve que ir a la Recepción a escribir este nuevo relato. ¡Dura vida la del  viajero!.

Hasta mañana. ¡Saludos y salud!. (Fotos: Lajos Spiegel)

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