Partiendo de la base de que las etiquetas en las obras creativas más que definir, limitan, se puede llegar a la conclusión de que no es bueno clasificar las creaciones en géneros que las encorseten y llenen de prejuicios al espectador de tales obras. Hablando ya de cine, cuando al público se le venden cosas como “el thriller más impactante desde Se7en” o “la película de superhéroes definitiva” se está dirigiendo la mente del espectador hacia unas formas de hacer, pensar y rodar determinadas. Nadie espera que en un thriller los efectos visuales sean los protagonistas, así como nadie espera que en una película calificada como “de acción” la profundidad de los personajes y sus relaciones interpersonales sean el núcleo duro del metraje.

 

Por supuesto, en la vertiente independiente del cine actual (y de siempre) esto no ha sido así, pero ahora hablamos del cine comercial que llega a las grandes salas y cuenta con medios de promoción y marketing suficientes como para acceder al gran público.

En el cine mainstream (comercial) actual, hay una corriente de directores que se atreven a mezclar géneros muy diversos para lograr contrastes interesantes y descolocar al espectador. Solo unos pocos lo consiguen de verdad, creando obras imprescindibles del cine contemporáneo que dejan igual de sorprendidos a crítica y público. El ejemplo por excelencia, para mí, es la fusión de noir, acción, cine de superhéroes, drama y fantástico de “El caballero oscuro”, la obra cumbre (hasta ahora, a la espera de ver “Inceptión”) de Christopher Nolan.

El ejemplo más reciente y de mayor calidad que he podido ver es “El secreto de sus ojos” de Juan José Campanella, ganadora en 2009 del óscar a la mejor película de habla no inglesa. Si alguno ha perdido la fe en el cine debido a las pedradas se ven en las salas hoy en día, sin duda debe darle la enésima oportunidad al séptimo arte con esta obra maestra de la narración, los diálogos y la atmósfera. Todo resulta creíble, todo es verosímil en esta historia de personajes, de personas. Y la mezcla de géneros es patente: muchos verán en ella el arquetipo de thriller, ya que hay un crimen sangriento por resolver y un asesino al que capturar, con sus misterios y secretos; otros se quedarán sin duda con la hermosa historia de amor de la que nunca hablan sus 2 protagonistas, una
historia que se desarrolla con miradas, intenciones y deseos latentes, pero parece contar con demasiadas barreras para llegar a ningún sitio; los más clásicos en cuanto a gusto cinéfilo, verán sin duda las influencias del cine negro más eterno, el que marcó los cánones de cómo se debe contar una historia sucia y truculenta, de pasiones y egoísmos; la vertiente del cine social será lo que vean muchos otros, personificada en un sistema judicial corrupto que permite ningunear al débil y amparar al monstruo.

Todos estos géneros se dan la mano de forma magistral a lo largo de los 126 minutos de metraje sin chirriar ni parecer una amalgama de buenas intenciones. De eso se ocupa el guión, excelente, y una labor de dirección que muestra un talento envidiable para narrar, una capacidad al alcande muy pocos. Campanella consigue dotar a cada escena del ritmo adecuado, imprimiéndole la atmósfera y la velocidad en el montaje adecuadas. El director se rodea de sus mejores hombres (y mujeres) para lograr su cometido. Los actores rozan lo sublime en toda la cinta, consiguiendo lo más difícil, que veamos personajes (personas) y no actores interpretando un papel. Ricardo Darín exige mención aparte, en un doble papel que borda a la perfección, siendo Benjamín Espósito, secretario de un Juzgado de Instrucción de la Ciudad de Buenos Aires, en el año 1975 y en el 2000, rezumando vigor cuando debe mostrarse más joven, y sabiduría y templanza cuando nos situamos en el plano temporal del presente.

Parafraseando a Carlos Boyero: «Estamos en el territorio del gran cine, del clasicismo, de un universo tan rico como complejo en el que todo tiene sentido, te envuelve, te sugiere, te implica y te conmueve.»

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